En 1996, cuando mi hermana Margarita* estuvo ingresada en la sala de
terapia intensiva, en el Hospital provincial Carlos Manuel de Céspedes, en Bayamo, Cuba, escuché una historia que quisiera
compartir.
“Llevo muchos años escribiendo cartas a Gunna, él es de Laos, estudiaba en la Universidad de Granma, aquí
en Bayamo, nos enamoramos y nos casamos, pero regresó a su país cuando terminó la carrera
de Ingeniería Agrónoma, dejando a su hijo de dos meses de nacido, a
quien le pusimos también Gunna.
“Aquí quedamos los dos esperándolo, nunca más supe de él, a veces pienso que murió, pues no imagino a
Gunna sin saber de nosotros, lo busqué
hasta la saciedad para decirle a mi hijo, que hice todo lo que pude para
acercarlo a su padre, ya no se trataba
de la relación de pareja, era algo más
grande, le mandaba fotos, de cada mes de vida…”, así comentaba una excelente profesional,
enfermera, fiel esposa, compañera y amiga a quien todos siempre le daban la
esperanza de que algún día recibiría tan
siquiera una carta.
Cuando hablaba de aquella
relación sus ojos se llenaban de brillo y de tristeza, era su primera experiencia como mamá, su
primer hijo… por su cabeza pasaban miles de pensamientos, y todos la escuchábamos con atención como si se
tratara de una novela.
Hoy la encuentro en la casa de mi manicura Amelia, y parece
como si no hubiese pasado el tiempo, hace más o menos 18 años, sus mismos ojos
llenos de lágrimas al recordar esa historia,
pero con un sabor diferente, esta
vez ya Gunna, su
hijo, es un joven profesional, trabajador consagrado, excelente hijo, respetuoso… educado bajo los principios de la Revolución
cubana, el ejemplo de su madre y de sus amados abuelos, un joven que quizás desee en su interior, aunque parezca
tarde, decir tan siquiera por instinto, padre, o tal vez, gracias por mi existencia, soy a pesar de todo un joven, cubano, y muy feliz.
*fallecida.
*fallecida.
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